jueves, 12 de octubre de 2017

Comparto con ustedes el hermoso cuento de Eduardo Sacheri: "Una sonrisa exactamente así"

Hasta ahora sonreíste siete veces. Por supuesto que las tengo contadas. Hace un rato increíblemente largo que vengo mareándote con mis palabras, por estrategia o por desesperación, y verte sonreír es –me parece- la única huella que puede llegar a indicarme si voy bien o si estoy perdido.
            La primera fue la más fácil. Las difíciles fueron desde la segunda en adelante. Tu primera sonrisa fue automática, impersonal. Fue un reflejo de la mía. Casi un acto de imitación involuntaria. Un tipo joven se acerca a tu mesa, se te planta adelante y te dice “hola” mientras sonríe y vos, que estabas absorta mirando hacia fuera, hacia la calle, volvés de tu limbo y contestás aquella sonrisa con una igual, o parecida.
            A partir de entonces las cosas se complicaron. Fue mucho más difícil conseguir que soltaras la segunda. Porque este desconocido que era –que sigo siendo- yo, sin dejar de sonreír, te pidió permiso para ocupar la silla vacía de tu mesa. Unos minutos –prometí-, no demasiados. Un rato, porque tenía que decirte algo. Entonces de tu rostro se fue aquella sonrisa, la primera, la del reflejo o el saludo, la que era nada más que un eco de la mía. Y en su lugar quedaron la extrañeza, la incertidumbre, las cejas un poco fruncidas, un ápice de temor. ¿Qué quería este desconocido? ¿De dónde lo habían sacado?
            Como te sostuve esa mirada, como aguanté a pie firme este bochorno precisamente por causa y por culpa de esa mirada tuya, no de esa pero sí de otra nacida de los mismos ojos –la que tenías mientras mirabas hacia fuera del café sin ver a nadie, ni a mí ni a los otros, justo cuando yo pasaba corriendo por Suipacha-, como te la sostuve, digo, vi que estabas a punto de decirme que no, que no podía sentarme a tu mesa. ¿Dónde se ha visto que una chica acepte sin más ni más a un desconocido en su mesa, sobre todo si el desconocido tiene el traje desaliñado, la corbata floja y la cara empapada de sudor, como si llevara unas cuantas cuadras lanzado a la carrera?
         
Ibas a decirme que no, y si no lo habías hecho aún era porque en el fondo te daba algo de pena. Fue por eso, porque se notaba en tu rostro que ibas a decirme que no, aunque te diera pena, que alcé un poco las manos como deteniéndote, y te rogué que me dejaras hablarte de los uruguayos del Maracaná.
            Para eso sí que no estabas lista. No había modo de que lo estuvieras. ¿Quién hubiese podido estarlo? Te habrá sonado igual de loco que si te hubiera dicho que quería contarte sobre la elaboración de aserrín a base de manteca o sobre la inminente invasión de los marcianos. Pero la sorpresa tuvo, me parece, la virtud de desactivarte por un instante la decisión de echarme.
         




  Y en ese instante, como en el resto de esta media hora de locos, no me quedó otra alternativa que seguir adelante. ¿Te fijaste cómo hacen los chicos chiquitos, cuando se pegan sigilosos a las piernas de sus madres mientras ellas están atareadas en otra cosa, para que los alcen a upa aunque sea por reflejo y sin distraerse de lo que están haciendo? Más o menos así me dejé caer en la silla frente a vos. Sin dejar de hablar ni de mirarte, y sin atreverme a apoyar los codos sobre la madera, como para que mi aterrizaje no fuese tan rotundo.
            Para disimular no tuve más opción que lanzarme a hablar, aunque no supiese bien por dónde empezar y por dónde seguir. Arranqué por la imagen que a mí mismo me cautivó la primera vez que alguien me puso al tanto de esa historia: once jugadores vestidos de celeste en un campo de juego, rodeados por doscientos mil brasileños que los aplastan con su griterío furioso, a punto de empezar a jugar un partido que no pueden ganar nunca.
           
(...)
      

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Encuentra la versión completa del cuento en: Link de acceso a "Una sonrisa exactamente así".

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